No es casual que el chiste de salón más extendido sobre los argentinos tenga connotaciones económicas. Comprar a un argentino por lo que vale y venderlo —más tarde— por lo que cree valer, no es sólo un buen negocio. Ni es únicamente un chascarrillo. También nos presenta de cuerpo entero a un matrimonio desavenido pero inseparable: el argentino y su señora esposa, la guita. El argentino y la guita (así llama él a la moneda en la intimidad) son, como todo el mundo sabe, una pareja que se odia a muerte. Cuando ella se va de casa, casi siempre por malos tratos, él se da cuenta de cuánto la quería. Y si un buen día la ingrata regresa, mansa, devaluada, con el perdón en la boca, el argentino pierde por ella todo tipo de interés. Otras veces la que maltrata y golpea es la señora esposa, y el argentino entonces agacha la cabeza y se deja pegar como un esposo pusilánime y enamorado. Cuando él por fin hace la denuncia, el Estado la encierra. A ella, a la guita. Y él ya no la ve nunca más. Esta segunda opción de violencia doméstica se denomina el corralito. Si en el mundo no existiese la guita, el argentino no tendría de qué quejarse. Y ya se sabe que un argentino que no se queja es una especie de uruguayo. Pero nunca hay que confundir las quejas de un argentino con su obsesión por la guita. La diferencia es sutil: un argentino que se queja cuando no consigue dinero para vivir, se llama la clase media. Y uno que se obsesiona cuando no consigue vivir del dinero, se llama la oposición. Es mentira que los temas predilectos del argentino sean el fútbol y el psicoanálisis. Sólo se mueve por la guita. El argentino concurre al fútbol dos tardes al año: la primera para tirarle monedas al árbitro; la segunda para ver si las puede recuperar. Y ve al psicólogo ocho veces en toda su vida. En las primeras cinco habla sobre su infancia pobre. Y las otras tres el psicólogo tiene que ir a la casa del argentino a ver si puede cobrar. En la jerga coloquial de la Argentina, cobrar significa dos cosas: recibir una paga estipulada, y también recibir un castigo corporal. En la infancia, la Madre le dice al niño argentino “¡vas a cobrar!” para que éste espabile y realice determinada tarea. En la madurez, la Empresa le dice al empleado argentino “vas a cobrar” para que éste se esfuerce y produzca. Ninguna de las dos amenazas se cumple jamás. Al primer caso se le llama pedagogía inversa; al segundo, suspensión de pagos por iliquidez. Cuando un argentino se queda sin el empleo de toda la vida y sin la guita de sus amores, entonces decide emigrar. Si ha perdido todos sus ahorros en dólares, emigra a Miami. Si ha perdido todos sus ahorros en euros, escoge Barcelona. Una vez instalado en un país estable, el argentino consigue un trabajo estable y comienza a recibir una paga mensual estable. Entonces respira con alivio. Deja de sentirse acorralado por el dinero. Aprende a cobrar siempre del uno al cinco. Descubre que está capacitado para pagar sus deudas a término. Paladea la extraña sensación del ahorro. Diversifica su ocio. En suma: deja de quejarse y se establece. Una vez que se siente cómodo, recién entonces, descubre con asombro que no soporta la estabilidad. Lo peor que le puede ocurrir a un argentino es tener el dinero suficiente. Prefiere mil veces poseer demasiado para obsesionarse con él, o tener muy poco para quejarse a gusto. El argentino odia no poder quejarse por culpa de la guita, y aborrece no poder obsesionarse con la guita. Necesita mantener viva y ardiendo su relación con ese amor eterno, con esa novia infiel, con esa esposa maltratada que es su economía personal. Por eso, cuando vive algunos años en Miami, o en Barcelona, el argentino comienza a sentir un extraño aburrimiento. No al principio, claro, porque al principio la vida del inmigrante es siempre incierta y rocambolesca. El tedio comienza con la estabilidad y la raigambre. Después de la crisis de 2001 llegó a España una gran camada de argentinos en la búsqueda de una felicidad que les había sido arrebatada. Pero ya hace un tiempo que ese goteo de inmigrantes ha cesado. Ya no llegan argentinos nuevos. Y no sólo eso. Según datos oficiales del Consulado, ya son muchos los argentinos expatriados que están volviendo a Buenos Aires. ¿El argentino vuelve a casa porque en el extranjero le han ido mal las cosas? No señor. El argentino regresa a la patria porque no soporta que su relación con la guita se estanque en el pantano de la serenidad conyugal. ¿El argentino vuelve a casa porque sospecha que ahora las cosas están mejor allí? Tampoco, señor. El argentino sabe que en su tierra las crisis son cíclicas: primero hambre, después atracón, más tarde diarrea y de nuevo hambre. Así ha sido y será siempre. ¿Por qué vuelve, entonces, cuando todo parece estar mejor? El argentino vuelve porque no se quiere perder la próxima crisis económica. Quiere estar allí cuando la debacle llegue otra vez, para poder quejarse. El argentino y la guita son amantes desquiciados que adoran insultarse en público, ventilar sus infidelidades y tirarse la cubertería por la cabeza. Ese es el espectáculo que mejor saben interpretar. Pero puertas adentro son inseparables como hermanos huérfanos y no pueden vivir el uno sin el otro. La moneda argentina se llama peso por pura casualidad. Debería llamarse pimpinela. (Este artículo apareció el domingo en el suplemento de economía del periódico español La Vanguardia.)